No recuerdo con exactitud cómo llegué. Llevaba días perdido, llovía a cántaros y la oscuridad era absoluta. El cansancio y el hambre me vencieron y caí inconsciente.
Era de día cuando desperté. Mientras intentaba incorporarme, escuché unas risas como de niños y me sentí observado. No les presté mayor atención, pues estaba tan ofuscado que creí padecer alucinaciones.
Sólo después de un rato pude levantarme. La luz del sol, que me daba de frente, me cegó. Luego de unos cuantos parpadeos logré observar donde me encontraba: un campo lleno de flores; algunas conocidas y muchas otras que veía por primera vez. Había, además, árboles cuyos frutos parecían peras, manzanas o uvas; pero de colores muy variados.
Me acerqué al árbol más próximo y tomé un racimo de uvas de un intenso rojo. Poseían un sabor exquisito y bastó para saciarme.
Más tarde, ya repuesto, decidí sentarme a admirar el paisaje. El cielo, de un azul como nunca había visto, estaba adornado por nubes que parecían auténticos algodones de azúcar. Ese terreno, de una fascinante variedad cromática me tenía tan absorto que olvidé por completo que estaba extraviado.
De repente, hubo un fuerte sonido como de cascabeles, y volvieron las risas que oí al despertar. Entonces me parecieron muy reales. Di unos cuantos pasos en la dirección de la cual provenían. Sentí un cosquilleo en mi nariz y sin saber por qué, empecé a reír. El ruido de los cascabeles aumentó.
Cientos de mariposas aparecieron de la nada. Su aleteo provocaba aquel escándalo. Dejaban tras ellas, una estela de polvo dorado. Revolotearon alrededor de mí por un rato y luego se alejaron y comenzaron a formar un círculo. Una intensa luz violeta surgió de sus alas. Al apagarse, aquellas mariposas habían tomado forma de mujer. Se encontraban desnudas, sus cuerpos eran divinos. Su cabello les llegaba por debajo de los hombros.
Una de ellas sonrió maliciosamente. Puso dos dedos en sus labios y me envió un beso, transformado en una pequeña mariposa, roja como la sangre, que se posó sobre mis labios. Corrió, fui tras ella, pues después de aquel beso, sólo quise estar a su lado.
Se paró frente a una muralla de arbustos que en el centro se abría formando un arco.
Cuando estuve a unos pasos de alcanzarla se internó en aquel lugar. Me detuve para recuperar el aliento y luego entré yo también.
Había tres caminos, uno a cada lado y otro al frente. Mientras pensaba cual seguir, una risita me hizo voltear. Era ella, me llamó con una seña y corrió hacia el sendero de la derecha.
La cercanía de su risa me hacía olvidar mi agotamiento. Me adentré hasta llegar a un callejón sin salida que acababa en forma de círculo. En el centro había una fuente hecha de un extraño material. Su apariencia era una rara mezcla de oro y plata. En medio de ésta, había dos figuras de leones del mismo material, sentados sobre sus patas traseras, de cuyos hocicos manaba un vino de aroma embriagador.
Nuevamente la luz apareció y al irse, pude verla, sentada en la orilla de la fuente.
La acompañaba un anciano que descansaba la cabeza en sus piernas y ella le acariciaba la cabellera, larga y canosa al igual que su barba. El viejo parecía dormido, pero abrió los ojos al oír mis pasos. Se puso de pie y me observó.
Nunca vi tanta felicidad reflejada en una mirada. Sonreía como un chiquillo. Éste Lugar es hermoso, ¿no crees?, me dijo. Le respondí que sí. Ahora yo debo marcharme, pero tú puedes quedarte aquí, junto al regazo de la joven, bebiendo el vino de la fuente.
Ven, acércate, me dijo ella. Su voz era tan dulce que no pude resistir. Me senté a su lado y coloqué mi cabeza en sus piernas y comenzó a jugar con mi cabello.
El anciano se alejó con paso lento pero seguro. Cuando por fin desapareció de mi vista, una pesadez me invadió, una opresión indescriptible se hacía sentir en mi cuerpo. Traté de levantarme, me fue imposible. Busqué al hada pero se había ido.
Ahora sé porque reía aquel hombre. No era a causa del paisaje, o porque podía disfrutar del increíble sabor del vino de la fuente. Ni siquiera sonreía por las caricias del hada. No, él era feliz por mi llegada. Porque yo ocuparía su lugar.
A treinta años de aquel día, sigo esperando el momento en que un hombre aparezca y yo pueda sonreír del mismo modo. Pues prefiero mi libertad a la belleza de este encierro.
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