Aquel ser de colores brillantes, olor nauseabundo, con rostro semejante a una figura de cera derretida, encerrado en una celda de cristal, atado a una silla y con los ojos vendados; causaba burla, lástima, miedo y sobretodo asco en todo aquel que a pesar de las advertencias decidía mirarlo.
Si esta aberración estuviera libre, quien tuviera la desgracia de estar frente a él, preferiría la muerte, explicaba el dueño. Casi nadie preguntaba el por qué de esas palabras, cuando alguien lo hacía, el hombre extendía sus manos y las miraba un rato, luego decía lo primero que le venía a la mente.
Sólo una vez le contó la verdad a uno de sus ayudantes. Aquel chico sentía una fascinación tal por el hombre de baba, que una ocasión abrió la celda y hubiera entrado si él no lo detiene a tiempo.
—Nunca, entiéndelo, nunca te acerques —le gritó—. Estando frente a él podrás escuchar sus lamentos y creerás que sufre y si te apiadas y le sueltas las ataduras, lo primero que hará será quitarse la venda y entonces te mirará —hizo una pausa, sus ojos se llenaron de lágrimas—, verías tu reflejo como vi yo el mío, y tendrías que cargar con eso hasta el último de tus días.
Publicado en el numero 95 de la revista digital Minatura
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