martes, 29 de junio de 2010

HIJO DE PUTA

I

Anselmo bajó la tapa del baño con el pie mientras amenazaba con el machete a su víctima. Después la obligó a arrodillarse y a colocar la cabeza en el excusado. El hombre estaba tan asustado que ni siquiera podía moverse. Anselmo levantó el arma y, de un solo golpe, lo decapitó. La cabeza rodó hasta la puerta del baño. El sicario abrió su maletín, guardó el arma y sacó dos bolsas. En una puso la cabeza; después se quitó el traje de plástico que llevaba puesto y lo colocó junto con un par de guantes de látex en la otra.
Cuarenta y cinco minutos después de haber entrado a aquella casa, Anselmo subía a su auto, satisfecho por otro trabajo bien hecho.
Con más alcohol que sangre en las venas y siendo diez mil dólares más rico, Anselmo llegó a su “guarida oficial”, como él la llamaba, dispuesto a dormir varias horas, pero en la entrada se encontró con una visita inesperada.
La última vez que ella se había atrevido a visitarlo, tenía cuatro meses de embarazo. Esta vez llevaba en brazos una criatura de tres semanas de edad.
Anselmo pasó de largo, fingiendo no haberla visto, pero olvidó cerrar la puerta. La chica entró detrás de él. Por alguna extraña razón decidió no volarle los sesos, como había prometido la última vez que se vieron; en vez de eso se sentó en el sillón y se dedicó a escucharla.
—¿No quieres verlo, al menos? Lo di a luz hace tres semanas, está muy sano y fuerte. —La chica calló, esperando alguna respuesta. Al ver que ésta no se daba agregó—: Mira, Anselmo, te guste o no, es tuyo; yo ya no puedo seguir con el estilo de vida que llevaba por el bien del bebé. Debes hacerte cargo.
—A ver, pendeja —Anselmo se detuvo, movía los labios como tratando de encontrar las palabras—… Eres una puta, antes de este escuincle abortaste decenas de veces… ¿Por qué chingados…? —Se giró y después de vomitar la mitad de lo que había cenado, continuó—: ¿Por qué chingados no hiciste lo mismo esta vez?
La madre rompió en llanto:
—No sé, te juro que no sé, quiero cambiar, Anselmo, quiero que cambiemos, te amo.



II

“Te amo”. Esa última frase era más de lo que podía soportar: se me fue la borrachera en cuanto la oí. La sangre me hervía de coraje. Me levanté, saqué el revólver y me acerqué, estaba dispuesto a matarla junto con su pequeño bastardo.
Le puse el cañón en la frente. Como pasa con todas las de su clase, no era la primera vez que estaba en peligro, pero aun así temblaba y el niño, que al parecer había estado dormido hasta entonces, comenzó a llorar.
A pesar de que ya tenía varios años en la profesión, nunca había estado frente a una madre y su hijo. El llanto del chamaco me sacó de concentración. Le pedí que lo callara.
—Creo que tiene hambre.
—¡Pues dale de tragar!
—Tengo que prepararle la fórmula, los doctores dicen que mi leche no sirve.
—¡A mí me vale madre, tu haz que se calle!
—Cárgalo, para que pueda hacerlo.
—¡Ni madres, ponlo por ahí, en el sillón o en el piso o donde sea!
—¡No seas güey, Anselmo, va a llorar más! Además, tu pinche casa esta bien puerca, se me va a enfermar…
—¡Pues entonces le meto un pinche balazo por el cu…!
La muy cabrona se aprovechó y me hizo cargarlo. Quién sabe por qué, pero en cuanto lo tuve el chiquillo cambió sus berridos por risas. Aún creo que se burlaba de mi cara de pendejo.
—Serías tan buen padre, Anselmo.
Por supuesto, ella y yo sabíamos bien que eso era mentira.
—Mira, Adriana, nomás porque me agarras pedo que si no… tus pinches tripas ya estarían en el caño y me habría puesto a jugar fútbol con la cosa ésta. Te doy cinco minutos para que te vayas. Te me largas a otra ciudad, la que tú quieras… y cuando te hayas instalado, me escribes y yo te mandaré dinero cada mes. Pero, escucha bien; nunca te me vuelvas a aparecer… porque te juro que entonces sí, borracho o no, te carga la chingada junto con tu hijo.


III

El último de sus trabajos no había salido tan bien. Por primera vez Anselmo había estado a punto de morir. Dos meses habían tenido que pasar para que su cuerpo sanara, y no por completo. Cuando por fin se pudo poner en pie, lo primero que hizo fue ir por su dinero. El hombre que lo había contratado se sorprendió de verlo, ya que lo creía bien enterrado. Aunque casi fallece, Anselmo había logrado cumplir con el encargo, así que se sentía con derecho a reclamar el dinero acordado, más un diez por ciento por los inconvenientes de los cuales no fue advertido. El hombre se negaba a entregarle lo suyo y Anselmo tuvo, no sin placer, que convencerlo a su manera.
La mutilación de los dedos meñique y anular, junto a la amenaza de sumergirle el rostro en una olla de aceite hirviendo, fueron suficientes para que el hombre aceptara pagar lo acordado, más un treinta por ciento.
Anselmo titubeó un segundo antes de subir, pero sabía que, por más extraño que pareciera, no descansaría si no lo hacía, así que abordó el autobús. Cinco minutos después el camión partió con rumbo a Tabasco, lugar adonde Anselmo enviaba dinero mes tras mes desde hacía cinco años.


IV

La causa de mi repentino sentimentalismo había sido mi primer encuentro con la muerte. De pronto me creí las patrañas que años atrás me había dicho una prostituta en mi guarida.
Durante cinco años le había mandado una muy buena pensión para evitar que se le ocurriera aparecerse en mi vida y, aunque haberle metido un par de plomazos hubiera sido más sencillo y económico, no me arrepentía de la decisión tomada.
No me costó trabajo dar con la casa: me sabía la dirección de memoria. Toqué y me abrió un niño.
—¿Tú eres Jorge? —le pregunté.
—Sí.
Lo miré un rato, intentando encontrarle algún parecido conmigo. Nunca me tragué del todo que fuera mío.
—¿Tú quién eres?
—¿Está tu madre?
—Jorgito, ¿quién es? —se escuchó a lo lejos. Reconocí esa voz de inmediato; era la de ella. Segundos después, lo comprobé.
—¿Qué haces aquí?
Noté tantas cosas en su mirada… Miedo, enojo, confusión.
—No te preocupes, sólo vine a verlos. —Traté de acariciarla, pero se echó hacia atrás.
—¿Quién es el señor, mami?
Oír aquella pregunta me hizo sentir algo a lo que aún no logro ponerle nombre.
—Soy Anselmo, tu padre.
El escuincle me miró raro, soltó una pequeña risa, recordé aquella vez que lo tuve entre mis brazos.
—Tú no eres mi papi, mi papi se llama Antonio y no está tan feo como tú.
Me puse furioso.
—¿Así que te encontraste a otro cabrón? ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¡Pinche puta! Te he mantenido a ti y al bastardo éste por cinco pinches años. ¡Me viste cara de pendejo cinco pinches años!
Le di un golpe y le abrí el labio, me metí y cerré la puerta. Le agarré el pelo y le estrellé la cara en la pared; después, saqué mi pistola.
—Dime quién es ése pendejo.
—Te lo digo y con gusto —gritó—. Es el compadre del gobernador, soy su amante, y tú muy bien has de saber que está bien parado. No vas a poder tocarlo, ni a mí tampoco. ¡Pinche matón de mierda!
¿Matón? Yo no soy un simple matón; soy un sicario, soy el mejor en lo que hago y me agrada hacerlo. Que esa puta me dijera matón… Nunca se lo perdonaría.
—¡Hasta aquí llegaste, perra! —le dije, y estaba a punto de jalar el gatillo cuando sentí un cosquilleo en la pierna.
—¡Deja a mi mami, cabrón!
El bastardo no dejaba de patearme. Entre llantos me maldecía y me mordió. Por mero instinto lo pateé y cayó de espaldas golpeándose la cabeza.
—Déjalo, Anselmo, no le hagas nada, ¡es tu hijo!
—¡Ese bastardo no es mi hijo!
De nuevo y no sin asombrarme, el escuincle me pateaba; pude ver que se había descalabrado.
—¡No le hagas nada, déjala!
Una vez más lo empujé y una vez más se puso de pie y empezó a patearme y me mordió de nuevo. Ese bastardo tenía huevos y por un momento llegué a pensar que en verdad podía ser mi hijo. Estrellé la cara de Adriana contra la pared una última vez, me agaché, le di una bofetada al chamaco y le agarré las manos para evitar que me siguiera pegando.
—Mira, bastardo, nada más porque eres valiente y porque veo que amas a esta puta los voy a dejar vivos.
Por un momento me vi abrazándolo y diciéndole hijo, y no me agradó nada. Le di otra cachetada y salí de ahí.


V

Antonio Cisneros, conocido capo de Tabasco y compadre del gobernador, se encontraba en el restaurante “Los Arcos”, donde diariamente desayunaba. En la mesa, junto a él, estaban dos de sus guardaespaldas y otros dos cuidaban la entrada del lugar. Anselmo los observaba desde la azotea del edificio de enfrente. Después de un par de minutos, había ajustado la mira del subfusil y estaba listo para hacerlo. Aunque se sentía incómodo, ya que ese no era su modus operandi, aún no estaba preparado para un enfrentamiento más cercano; sus heridas todavía le daban algunos problemas.
—Si no estuvieras rodeado de guaruras, te sacaba los ojos con mis propias manos —susurró, y un segundo después jaló del gatillo.
El proyectil atravesó el cristal de la ventana y después el cráneo del narcotraficante. Para cuando sus hombres pudieron reaccionar y descubrir de dónde venía el ataque, el sicario ya se encontraba en el estacionamiento con el coche en marcha y pudo salir del edificio sin mayor problema.
En los periódicos se publicó que parecía ser un ajuste de cuentas y la prensa se atrevió a sacar a la luz el secreto a voces de los negocios sucios del compadre del político. Dos semanas más tarde, el gobernador se vio obligado a renunciar a su puesto.
Adriana se cambió de domicilio sin avisar a nadie; esperaba poder empezar de nuevo. Anselmo se enteró de su huida, pero creyó que lo mejor sería no saber nada más ni de ella ni del niño, por lo que decidió no buscarlos nunca.


VI

Anselmo aceptó el trabajo con gusto; disfrutaba el doble cuando su víctima era un traidor y un soplón.
—Mira, el infeliz ya se largó de la ciudad, pero mis hombres son unos ineptos y no tienen idea de dónde pueda estar. Sé que tú sí podrás hallarlo y matarlo. Para facilitarte la búsqueda, toma esta lista —el hombre le extendió una pequeña hoja de papel con una decena de nombres femeninos y direcciones—. Es un mujeriego, todas ésas son sus amantes conocidas; pienso que alguna de ellas debe saber algo.
Anselmo se guardó la lista en la cartera, se dio la vuelta y salió del local.
Había visitado ya a dos de las diez chicas, se había divertido golpeándolas y le encantó que la segunda se resistiera. Aún tenía presente la imagen de su rostro y sus gritos de dolor mientras la desollaba viva, pero no había obtenido nada importante todavía. Revisó la lista; la novena chica no vivía en la ciudad, pero tuvo una corazonada y decidió buscarla. Necesitó viajar varias horas por una peligrosa carretera para llegar a la casa de ella.
—Ésta debe ser muy especial como para que ese puto viajara hasta aquí cada semana —pensó, mientras vigilaba la casa.
Tras dos horas de espera, un auto se estacionó frente a la casa; los dos ocupantes bajaron. Anselmo no podía creer lo que estaba viendo.
—Vaya, que el mundo es pequeño. Es Adriana, no ha cambiado nada y supongo que ese muchachito ha de ser… Tiene como dieciséis años, no tenía idea de que hubiera pasado tanto tiempo.


VII

Hace mucho que llegaron. Sólo debo entrar a la fuerza, sacar el arma, hacer las preguntas y tal vez darle un balazo a cada uno después de eso. Puedo hacerlo, puedo matarlos el día que se me hinche. Lo hice con mi hermana, que no lo haga con estos que ni conozco. A huevo que puedo, lo sé bien, lo que no sé es que chingados estoy esperando.
La puerta se abre. ¿Quién sale? Es él, es muy alto, se ve que es fuerte. Seguro que con ese corte de pelo, tanto arete y tanto tatuaje, ha de asustar a todo mundo.
Cruzo la acera, me paro frente a él. Ahora que lo veo de cerca, me quedo sin palabras, no sé que decirle.
—¿Qué me ves, pendejo?
Normalmente cuando alguien usa ese tono conmigo termina con los huesos rotos, pero…
—No deberías hablarle así a tus mayores… y menos a mí.
—Yo puedo hablarle así a ti y a quien me dé la gana.
—¿Qué te hace ser tan fanfarrón?
—Le he partido la madre a cabrones más grandes y más feos que tú.
—Y dale con que soy feo.
El chico no me recuerda, fue hace tanto. Hubiera sido más fácil haber dejado que se alejara unas calles y después entrar a la casa, así esta conversación y esto que estoy sintiendo…
—¿Te vas a quitar o qué?
—Mí nombre es Anselmo y mí profesión, sicario. Deberías pensarlo dos veces antes de hablarme así.
—¿Anselmo? Ya me acordé de ti.
Mi nariz empieza a sangrar. Pega duro y es rápido, pero si no hubiera estado pensando pendejadas nunca me habría tocado.
Le arranco el piercing de la ceja y le regreso el puñetazo. Cae al suelo. Que aprenda ese bastardo que conmigo nadie se mete.
—Otra vez no, cabrón, ya no soy un niño; hora’ sí te va a cargar la chingada.
Se levanta, aparece una navaja en la mano, se me lanza, la esquivo fácilmente. Su técnica es mala. Saco mi revólver, ya basta de juegos.
—Mira, pendejo, te falta mucho para que puedas madrearme.
—¿Qué esperas para dispararme? Dispara, ¿no que muchos huevos?
Lo mismo me estoy preguntando yo.
—No vine a eso. Voy a entrar a tu casa a hacerle unas preguntas a tu mami y a darle una chinga, nomás pa’ recordar viejos tiempos. Pero si tú no te metes, no va a pasar de ahí. No quiero tener que matarlos. Así que vete a donde sea que te ibas y déjame hacer mi trabajo.
Me observa con bastante odio. No creo que sea tan pendejo como para hacer algo mientras le sigo apuntando. Me escupe la cara. Intento jalar el gatillo pero mi mano no responde. ¡Me lleva la chingada!
—Si te vas a meter a esa casa, mejor hazme un favor y mata a esa pinche puta y después date un balazo. Así me ahorras el trabajo de hacerlo yo.
Mi risa lo hace enojar. Cree que me burlo de él, pero no es así. Rio porque ahora sé que en verdad es hijo mío… y que el muy cabrón es más hijo de puta que yo.




Publicado en revista Granizo Lunar #2 en cronicas de la Forja, especial de segundo aniversario

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