viernes, 8 de abril de 2011

MARCELINO PAN Y SEMEN

Marcelino sabía que estaba prohibido subir, pero su mascota no. Dudó unos segundos, no era bueno desobedecer las ordenes de los frailes, las marcas del látigo en su cuerpo se lo recordaban todo el tiempo. Suspiró y luego de pensarlo unos segundos, subió resignado, la última vez que Martincillo escapó, pasó un mes entero antes de que volviera a verlo.
Se trataba de un pasillo con varias habitaciones donde se guardaban los muebles viejos y las estatuas de santos que ya no tenían reparación. Marcelino pudo ver a Martincillo escabullirse por debajo de la puerta de la más lejana.
—Martincillo, ven —dijo poniéndose de rodillas para intentar ver dentro.
El lugar estaba oscuro y Marcelino solo alcanzaba distinguir sombras. De pronto, escuchó algo que parecían gruñidos, un golpe seco, como si un objeto de madera hubiera caído y finalmente; los chillidos de Martincillo.
—Martincillo, no debes hacer destrozos —dijo, deslizando las puntas de sus dedos entre la hendidura, pero los retiró de inmediato al volver a escuhar los gruñidos—. Ese no fue Martincillo— susurró al tiempo que se ponía de pie.
Se quedó inmovil por un momento. Distinguió un pequeño agujero cerca del cerrojo y se animó a echar un vistazo. Notó la silueta de cruz de madera grande y vieja, junto a una silla. Se percató de que los gruñidos provenían de una de las esquinas. Marcelino vio algo arrastrarse hasta la silla. Marcelino se frotó los ojos y volvió a mirar. Parecía tratarse de un hombre desnudo, con el pelo largo y abundante barba.
Las campanas comenzaron a sonar, un escalofrió recorrió el cuerpo de Marcelino; Si llegaba tarde, tendría nuevas cicatrices en la espalda.

Marcelino no podía dormir pensando en lo que había visto arriba. Tras pensarlo un par de horas, se decidió a salir de la cama, tomó una de sus cobijas y se dirigió a la cocina. Cortó un par de rebanadas del pan hechó con la receta especial del hermano Papilla, como había apodado al cocinero.
Se sintió afortunado de que ninguno de los monjes tuviera una de esas reuniones nocturnas en las que se besaban y abrazaban desnudos.
Entró con cautela en el celda del hermano Castigo, el monje que poseía todas las llaves del monasterio. Había una que jamas tocaba, la más grande de todas, Marclino tuvo la corazonada de que esa era la que necesitaba.

La puerta era pesada y rechinó al abrirse. Aunque era de noche, la poca luz que se filtraba por la entrada, le permitió a Marcelino ver mejor los detalles.
—Hola —le habló—. Te he visto esta tarde, buscando a un amigo mio, quizá ande por aquí. Pensé que quizá tendrías frió y te traje esto—. Se acercó y le ofreció la cobija.
—Gracias —contestó la figura en la silla, con voz débil y cansada—. ¿Saben que estas aquí?— preguntó, mientras cubría su cuerpo con la manta.
—No, me castigarían —contestó Marcelino.
—Eres un buen chico —dijo el hombre. Levantó lentamente el brazo derecho y acarició la frente del niño.
—Tu mano —Marcelino le sujetó con cuidado la muñeca—. ¿Te duele? —Con la punta de sus dedos, tocó la herida, teniendo cuidado de no lastimarle.
—Un poco, los grilletes no estaban muy ajustados, pero hace unos días me los logré quitar y...
—¿Grilletes? —interrumpió Marcelino—. Siempre crei que eran clavos.
—Clavos... ¿Sabes quien soy? —pregunto el hombre con una leve sonrisa en su rostro.
—Sí, tú eres dios.
—Pequeño inocente, yo... —La tos no le permitió seguir hablando.
—¿Tienes hambre? Te he traído un poco de pan. Toma .—Marcelino sacó una de las rebanadas de pan del bolsillo de su pantalón y se la ofreció.
El tipo la tomó con cuidado y la olfateó.
—Hace tanto que no pruebo... —Dio una mordida, lo saboreó y enseguida lo escupió. Su semblante se distorsionó—. Esto sabe a... ¿De donde lo obtuviste?
—Es el pan de fray Papilla, tiene leche sagrada. No sabe muy bien, pero es vitamina pura, me han dicho ellos. Además es bendita. Los hermanos la colocan en todas partes, en las ostias, en el vino...
—Esos herejes. —La voz del hombre se volvió ronca, como si la furia le hubiera revitalizado—. ¿Como te llamas?
—Marcelino.
—Marcelino, estas aquí por un designio divino. Eres el elegido para ayudarme a detener las aberraciones de los frailes.
—¿Las qué?
—Lo que hacen los hermanos. Ellos me encerraron aquí porque sabía que lo que hacían estaba mal. La lujuria se posesionó de ellos. Yo me negué a a participar en sus orgías. Dijeron que me había vuelto peligroso y me encerraron aquí. Me dieron dos opciones: morir de hambre o aceptar su esperma. Lo segundo, jamás lo haría, lo primero, lo he evitado... comiendo ratas todos estos años.
—¿Ratas? —exclamó Marcelino lleno de miedo.
—Tienes que ayudarme Marcelino, estoy muy débil para hacerles frente, pero si tú...
—No eres dios.
—No, pero ha sido él quien te...
—¿Ayer comiste?
—¿Qué?
—Una ratita pequeña, blanca.
—Sí, creo que si. Mi vista no es muy buena, pero...
Marcelino le arrebató la cobija, y se dirigió a la puerta.
—Espera, a donde vas. ¿Debes irte? ¿Temes que se den cuenta, verdad? ¿Volverás mañana? ¿Traerias agua y un poco de comida? Que sean...
—Te comiste a Martincillo, hijo de puta. No volveré aquí nunca —le gritó Marcelino antes de cerrar la puerta.

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