LAS
HIJAS DE FRANCISCA VÁZQUEZ
LOURDES
Lourdes, la mayor de las hijas de Francisca Vázquez,
entró llorando en la cantina de su madre.
—¿Qué pasó, Lourdes? —preguntó Francisca al tiempo que
dejaba en la barra un par de envases de cerveza.
La joven era incapaz de hablar a causa del llanto.
Francisca la abrazó y la hizo salir. No le agradaba que sus hijas entraran ahí
y menos ella por ser la que más llamaba la atención de los hombres.
Ya en la calle, Francisca esperó a que Lourdes se calmara
para que pudiera contar lo que le sucedía.
—El Chamenclas, mamá —dijo Lourdes entre sollozos—. Yo
iba a la carnicería y él estaba tomando afuera de su casa. Me vio pasar y comenzó a chistarme. Luego, cuando estuve
más cerca, se puso enfrente y dijo que me iba a dejar pasar nada más si le daba
un beso. Me quise cruzar al otro lado de la calle, pero no me dejó. Me agarró
de los brazos, bien fuerte. Me empujó contra la pared y comenzó a besarme y después
me levantó el vestido. Me soltó nada más porque uno de sus niños salió para
decirle no sé qué cosa.
Lourdes abrazó a Francisca y comenzó a llorar de nuevo.
—Vete para la casa hija. ¡Ahorita me arreglo con ese hijo
de la chingada!
Francisca entró en el bar, directo a la cocina. Luego
llamó al chico que le ayudaba.
—Ahorita regreso —dijo ansiosa—. Te encargo el negocio.
Haz bien las cuentas y no le fíes nadie,
cabrón.
—¿Ni al patrón?
—¿Cuál patrón?
—Don Pedro.
—Ese mantenido nomás es mi novio, y a él menos que a
nadie me le fías —contestó Francisca a unos pasos de la entrada.
La calle estaba vacía. Francisca golpeó la puerta de la
casa, tan fuerte, que las ventanas se cimbraron. Un par de minutos después la
esposa del Chamenclas abrió.
—¿Qué quiere? ¿Por qué toca tan feo?
—Háblale a tu esposo —ordenó Francisca.
—¿Para qué lo quiere?
—Dile que salga o me meto a sacarlo.
—No… es que...
Francisca empujó a la mujer para entrar a la casa. El
Chamenclas estaba sentado en el sillón de la sala, frente al televisor. Al ver
a Francisca se puso pálido.
—¡Párate hijo de la chingada! —gritó ella al tiempo que lo tomaba del
cabello para obligarlo a levantarse.
—Váyase de aquí —pidió la esposa del Chamenclas, que se
encontraba a unos pasos de ellos.
—¡Tú no te metas! —gritó Francisca, al tiempo que metía
la mano libre en el bolsillo de su delantal para sacar un picahielos.
—¡No, Panchita, no! —suplicó el Chamenclas al ver que
Francisca dirigía el arma hacia su abdomen.
El Chamenclas se dejó caer en el sillón tratando de
detener la sangre con las manos.
—¡Que te sirva de advertencia, pendejo! ¡La próxima vez
que toques a una de mis hijas te mato! —dijo Francisca limpiando el picahielos
con la orilla del delantal. Después se dio la vuelta y se dirigió a la entrada.
—Con permiso, Lupita. Por cierto, acuérdate que el viernes me tienes que entregar
la tanda —dijo al pasar al lado de la esposa.
ROSA
—¡Para que se te quite lo chismosa! —gritó Lourdes,
sosteniendo en la mano derecha la mitad de la escoba que acababa de romper en
la rodilla de su hermana, cuando ésta la amenazó con contarle a Francisca que
la noche anterior la había visto salir
por la parte de atrás de la carnicería de don César.
Rosa intentó decir algo, pero Lourdes la hizo callar dándole un par de golpes en los brazos.
—Y pobre de ti si le dices a mi mamá que te pegué, porque
te dejo la otra pierna igual —sentenció Lourdes, al ver que la rodilla de Rosa
se había hinchado rápidamente.
A la siguiente mañana, Rosa se puso con dificultad uno de
los pocos pantalones que tenía. Al salir de la habitación, vio que Francisca se
encontraba en el patio lavando la ropa. Al momento de pasar junto a su madre, Rosa
intentó disimular lo mejor que pudo el
dolor que le causaba caminar
—¿Qué traes?
Francisca sujetó a Rosa del hombro.
—Nada mamá ¿Por qué pregunta? —contestó Rosa, dándose
vuelta hacia su madre.
—Tú nunca te pones pantalón
—Pues… pues hoy tenía ganas.
—¿Y por qué andas cojeando? ¿Qué pasó?
—No mamá, me acabo de levantar… Es que se me durmió la
pierna.
—¿Crees qué me vas a hacer pendeja? Levántate el
pantalón, órale.
—Ay, amá ¿para qué?
—¡Pinche muchacha, te estoy diciendo que te lo levantes!
—ordenó Francisca al tiempo que le pellizcaba el brazo del que la estaba
sujetando.
Rosa lo hizo lentamente.
—¿No qué no tenías nada, cabrona? ¿Qué chingados te pasó?
—preguntó Francisca al verle el golpe a Rosa.
—Nada mamá, me caí.
—¿Y por qué no me querías decir? No seas pinche
mentirosa, dime la verdad. ¿Quién te hizo eso? —preguntó Francisca dándole un
golpe en la cabeza.
—Nadie. Me caí, de veras —contestó Rosa comenzando a
llorar.
—O me dices la verdad —Francisca caminó unos pasos hacia
la pared donde se encontraba recargado un trapeador, lo levantó con ambas
manos— o te dejo la otra pata igual.
ALICIA
Rosa fue la última en llegar al comedor.
—¿Por qué tan tarde? —preguntó Francisca.
—Me despertaron unos gritos y luego ya no me pude dormir.
—A lo mejor era la bruja. A mí tampoco me dejó dormir
—dijo la menor de las hermanas—. Mamá, diles a Lourdes y a Rosa que me dejen
quedarme en su cuarto hoy —pidió la pequeña.
—En mi cama no —dijo Rosa—. La última vez se hizo pipí y
yo tuve que lavar las sábanas.
—Yo tampoco la quiero conmigo —dijo Lourdes.
—Entonces deja que me quede con Jazmín —pidió Alicia.
—Cuál Jazmín ni qué nada —contestó Francisca.
—Mamá, no me quiero dormir sola porque va a venir la
bruja —dijo llorando la niña.
—Casi cumples nueve años —intervino Lourdes—, ya estás
grandecita como para seguir creyendo en brujas.
—¡Es verdad, miren! —Alicia se levantó de su silla, se
bajó las calcetas y mostró los moretones que tenía en las piernas —. Miren lo
que me hizo anoche.
Francisca se acercó a la niña, se arrodilló para
abrazarla y le dijo:
—Te vas a dormir sola.
—No mamita, la bruja...
—No te preocupes.
Anoche vi a la bruja saliendo de tu cuarto y me aseguré de que no vuelva a
molestarte.
—¿En serio mamita?
—Por supuesto. Ahora deja de llorar y termínate tu
desayuno.
—¿Oiga mamá y Pedro? —preguntó Lourdes
—Está en el hospital buscando un par de huevos —respondió
Francisca.
JAZMÍN
—¡Ni se te ocurra encerrarte porque te va peor! —gritó
Francisca, empujando la puerta del cuarto antes de que se cerrara.
—Mamá, perdóneme
—suplicó Jazmín, que se ocultaba debajo de la cama.
Francisca se agachó, metió las manos, le sujetó una de
las piernas y le arrastró para hacerle salir.
—¡Siéntate en la cama! —ordenó Francisca, sacando unas
tijeras de su delantal.
—Mamá, no. Por favor no. Pégueme si quiere, pero no me
haga eso.
—Te advertí lo que iba a pasar si te volvías a poner uno
de mis vestidos —dijo Francisca, aferrando con fuerza las tijeras.
—¡Mamita, por favor no! ¡Le juro que no vuelvo a hacerlo!
—Claro que no vuelves a hacerlo —contestó Francisca, comenzando
a cortarle el pelo—. Y deja de meter las manos o te encajo las tijeras.
Francisca no paró hasta que le dejó a rape.
Esa noche, al regresar de la cantina, Francisca se
encontró una nota en la sala que decía:
“Mamá, he decidido irme para ya no estarla mortificando.
Espero que me disculpe por llevarme sus vestidos, pero es que se me ven muy
bien y usted ya ni los usa. Ojala pueda perdonarme.
Yo ya no me voy a acercar a la casa, pero si un día me ve
en la calle y me quiere saludar, nada más acuérdese que ahora mi nombre es
Jazmín y no Francisco.”